viernes, 10 de julio de 2009

El silencio



Hoy me he emocionado varias veces. Para los que somos de Pamplona los Sanfermines son más que una fiesta, son casi una religión que tiene sus liturgias, sus símbolos, sus oraciones. Soy pamplonés y sin embargo no puedo decir que haya corrido un encierro ni probablemente lo haré nunca. No tengo valor. Ponerme delante de un toro es algo que me merece muchísimo respeto, casi devoción. Por eso, admiro a los que corren y además lo hacen bien. Daniel era uno de ellos. Sabía lo que significaba el encierro, el riesgo que entrañaba lo que hacía y corrió siempre con el respeto que muchos le han perdido ya a nuestra fiesta. Por eso, me he emocionado cuando he sabido que había fallecido, cuando he conocido su historia, cuando he visto llorar a sus amigos en Alcalá, cuando he pensado en sus padres, y me he vuelto a emocionar por la tarde.

Poco antes de empezar la corrida se notaba en el ambiente que no era un día más. Ni bullicio en la salida de las cuadrillas, ni alboroto ni pitidos. Sólo un extraño murmullo, como de un animal herido que se duele. Y herida como estaba, Pamplona se puso en pie para rendir tributo a Daniel. De nada servirá porque sus amigos no le podrán seguir viendo en Alcalá, ni sus abuelos le recibirán en Pamplona cada 6 de julio, ni su novia volverá a estar con él. Maldita impotencia. Pero era la única forma de obtener consuelo, de que la ciudad en la que murió Daniel le despidiese llorosa como a uno de los suyos. Porque así corrió y así murió. Imposible describir la sensación de la plaza puesta en pie mientras un par de trompetas desgarraban quejosas el aire de esta ciudad, menos de fiesta que nunca. Los acordes de El Silencio de Roy Etzel sonaron, como hace 14 años con Mattew Peter Tassio, como tributo de un pueblo noble y acogedor capaz de reír y divertirse, sí, pero también de llorar y emocionarse. Fueron tres minutos tremendos que probablemente no olvidaré nunca.

No faltarán ahora los que quieran enturbiarlo todo y convertir esto en un debate entre taurinos y antitaurinos. No merece la pena ahora detenerse en eso. Los Sanfermines nacieron y seguirán vivos gracias a gente como Daniel, que respetaba y amaba esta fiesta como lo hacemos todos y cada uno de los que hemos mamado esta tierra desde la cuna. Corneados en el corazón como estamos, sólo nos queda mandar un abrazo a su familia y amigos. Junto al capote de San Fermín siempre habrá un hueco para ti, Daniel.

viernes, 15 de mayo de 2009

Periodismo en tres minutos


Afortunadamente uno todavía es joven, pero aun así cada año que pasa la Universidad va quedando más y más lejana. Quizá sea porque uno en la vida laboral real vive las cosas con mucho más apasionamiento, por lo menos al principio. Así que en los primeros años se amontonan tantos sentimientos vividos con tal intensidad que parecen décadas. Pero no, hace sólo cinco años que dejé la Universidad. No es tanto. Y desde entonces parece que las cosas han cambiado bastante. No soy nostálgico, así que supongo que lo habrán hecho pera mejor en la mayoría de las cosas, pero no en todas.
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Si me dijesen que eligiese 8 o 10 momentos que se me han quedado grabados en la memoria de todo lo visto en aquellas aulas de la Universidad de Navarra hay un puñado que los tengo muy claros. Uno de ellos no recuerdo siquiera en qué asignatura fue ni en qué curso. Sólo recuerdo que se apagaron las luces de aquel frío cajón de hormigón que teníamos por clase (eso sí que no ha cambiado) y en la pantalla apareció Iñaki Gabilondo. Todos le reconocimos inmediatamente. Su voz, tantas veces escuchada por la radio, se nos hizo familiar al instante. Lo que nos sorprendió fue el aspecto que tenía, mucho más joven que la imagen actual que conservábamos de él, al igual que Felipe González. Risas, algún comentario jocoso sobre el estilismo de aquellos años y de pronto la cosa se puso seria. "¿Organizó usted el GAL, señor González?" y la cara del entonces presidente del Gobierno cambió por completo. El vídeo debió durar no más de tres o cuatro minutos que se hicieron muy cortos para los que lo veíamos, pero interminables para un González pálido, incómodo y acribillado por un Gabilondo tenso pero impasible. Aquello, aunque parezca mentira, ocurrió en la televisión pública ante millones de espectadores y en horario de máxima audiencia. Después de varios años intentando aprender algo del oficio, del sentido del periodismo y de las obligaciones del periodista, aquellos tres minutos me bastaron para entenderlo de golpe. Aquello, pensé, sí que era periodismo.
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Digo esto porque ayer estuvo en la Universidad de Navarra Pedro J. Ramírez, persona que no es de mi especial devoción pero a la que sin duda hay que reconocer como una de las grandes figuras periodísticas del último cuarto de siglo en España. Dio una conferencia multitudinaria, acompañado en la distancia por su vistosa señora, y tras ella hubo tiempo para el coloquio. No estuve presente porque tenía que hacer alguna crónica de baloncesto local y una entrevistilla menor de golf (sí, esas cosas que ocupan el 99% del tiempo del 99% de los periodistas y que jamás serán objeto de una charla en ninguna universidad), así que me tengo que guiar por lo que han escrito mis colegas sobre lo que allí pasó. Al parecer un alumno le preguntó al director de El Mundo su opinión sobre Iñaki Gabilondo y sobre si el presentador de informativos de Cuatro buscaba la verdad. Reconozco que la pregunta me provocó un cierto estupor, pero al ver que el anselmo que la hacía estudiaba medicina me tranquilicé pensando que seguramente aquel chaval lo mejor que sabe hacer es recomponer cuerpos a golpe de bisturí. Lo que me sorprendió es que la pregunta fuese acompañada de aplausos. Deduje entonces que aquel vídeo que alguna vez vi en aquella misma facultad ha desaparecido y probablemente ya no es materia de estudio. Una pena, porque quizá viéndolo aquellos aplausos no se hubiesen producido.
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Quizá también ha desaparecido de los manuales el papel que jugó TVE tras el golpe de Estado del 23-f y cómo un casi niño Gabilondo, jefe de informativos por aquel entonces, tuvo que dar la cara durante un mes en los telediarios nocturnos en un momento especialmente comprometido. Quizá tampoco figure en los manuales cómo Gabilondo se ganó el respeto del público empezando en la Cope y acabando en la dirección de Hoy por hoy, programa que convirtió en el más escuchado de la radio española. Quizá el modelo de periodista que muchos tienen hoy en la cabeza es el de aquellos que salen a vociferar en las tertulias políticas del mediodía, previsibles desde antes de abrir la boca e incapaces de llevar la contraria ni una sola vez al partido de turno con el que simpatizan. Quizá creen que lo saben todo y no se han enterado de nada. Quizá, sólo quizá.

sábado, 7 de marzo de 2009

La leyenda del topo



Hace unos días tuve el placer de volver a León, una ciudad en la que me siento como en casa pero sin los problemas de casa. Pasear por la calle Ancha, tomar unas tapas por los mesones de su parte vieja, trasnochar por el Húmedo... En muy pocas ciudades puedes, en apenas unos metros de distancia, imaginarte rodeado de reyes en el impresionante panteón de San Isidoro; contemplar la grandeza del gótico del siglo XIII en su majestuosa catedral; pensar en lo mal que lo tuvo que pasar don Francisco de Quevedo mientras se le escapaba la vida en un gélido rincón de San Marcos o como, 300 años después, más de 7.000 republicanos pasaron por ese macabro campo de concentración, joya del plateresco, convertido hoy en parador nacional por obra y arte de Manuel Fraga. Renovarse o morir, debió pensar.
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León, a fin de cuentas, es una vía de escape, un lugar lleno de magia, de historia y de leyendas. Una de ellas me interesó especialmente, quizá porque tiene que ver con el monumento más universal de la ciudad, su catedral. Construida en el siglo XIII, el edificio es uno de los más impresionantes de España. No fue fácil levantar ese monstruo, sobre todo porque en ese mismo lugar se había construido con anterioridad un campamento romano, un palacio y otras dos catedrales. Así que cuando los maestros de la época se dispusieron a levantar la catedral que ahora conocemos se encontraron con el subsuelo bastante dañado.
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Los trabajadores intentaron solucionar todos los problemas, pero acabaron por desesperarse. Aquello que construían por el día aparecía destruido por la noche, así que no había forma de avanzar la obra. Muro que se levantaba, muro que caía misteriosamente. Así que intentaron buscarle alguna lógica a aquellos extraños sucesos y pensaron que un enorme topo se movía por aquellos terrenos fastidiándoles el trabajo y obligándoles a meter más horas que el perro de Imenasa.
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Así que a aquellos buenos hombres del siglo XIII, que desde luego tenían mucha más paciencia que nosotros, se les acabaron por hinchar las pelotas. Un buen día decidieron quedarse por la noche armados hasta los dientes para esperar que el topo saliese. El bicho, que se creía muy listo, acabó saliendo a hacer de las suyas y se encontró a un grupo de exaltados que lo molieron a palos. Le metieron una buena paliza y, como era costumbre en la época, lo despellejaron. La catedral acabó levantándose a pesar de todo. Y hoy, si usted se anima a visitar León, cuando entre en la catedral por la puerta principal, la de San Juan, vuelva la vista arriba y verá un trozo de pellejo colgando. Es el topo. Da igual que los estudios científicos que se llevaron a cabo hace unos años desvelasen que aquello es un caparazón de tortuga, yo cuando entro en la catedral veo al topo y a ese grupo de currelas haciendo justicia. El contraste entre el brutal trozo de pellejo y la delicadeza de ese gigante de piedra que parece flotar en el aire me sigue estremeciendo como el primer día. Todos tenemos nuestro particular topo y, algún día, acabará colgando en el interior de nuestras catedrales. No me cabe ninguna duda.

martes, 13 de enero de 2009

Ya son 910

Un pequeño paseo por el blog para recordar que los palestinos muertos ya son 910. En una semana 208 más, a una media de unos 30 por día. 292 de los muertos son niños, suponemos que futuros terroristas peligrosísimos para Israel y 75 mujeres.

miércoles, 7 de enero de 2009

Que pare el tren

Que pare el tren, que me bajo. Los palestinos siguen cayendo como moscas y aquí no pasa nada. En el lado israelí han caído 6 soldados, tres de ellos por culpa de su propio fuego. Todo muy proporcionado. Normalmente nos metemos en nuestras propias vidas y nos pasamos el día quejándonos de las pequeñas injusticias que sufrimos en el curro, en casa o cuando salimos de marcha. Ponemos el grito en el cielo cuando nos hacen currar más horas, cuando el fulano de turno nos hace la pirula con el coche en una rotonda o cuando al concejal del ayuntamiento le da por abrir una zanja en nuestra calle para meter cuatro tubos. Eso sí, que haya 1,5 millones de personas literalmente encerradas en una caja de cerillas, sin posibilidad alguna de huir y esperando en sus casas a que una bomba les destroce nos deja indiferentes. Pues nada, que ya van 702 y la cifra seguirá subiendo. ¿Hasta cuándo? Pues supongo que hasta el jaleo este que han montao los israelíes que ocupan el Gobierno para tratar de ganar unas elecciones que tenían perdidas empiece a afectar al precio del petróleo, a las armas nucleares de Irán, a los rusos o a la popularidad de Obama. 702 y subiendo. Eso sí, habrá más gente en la puerta del Corte Inglés esperando a las rebajas que en las manifestaciones que se convoquen. Si mientras suben a la primera planta ven expuesta la Dignidad junto a los palos de golf, cómprenme un poco que está de saldo.